¿Masculinos?... ¡los de antes!
- Gabriel Zaldívar
- 23 jun
- 2 Min. de lectura
En la transversalidad de un nuevo humanismo (post-humanismo, transhumanismo, etcétera), la masculinidad es el factor que nos ocupa, que se reconstituye, transforma y reescribe para -en algún momento presente y futuro- impactar con sus efectos y moverse hacia otros escenarios.
En tanto ocurre, el cuestionamiento de esa masculinidad tradicional oficializada en un sistema patriarcal que heterosexualiza el mundo sufre afectaciones. Al centro se ubica un hombre que sustenta el poder, ganado por el uso de la fuerza física y desde donde construyó su idea de superioridad sobre el género femenino.
Este hombre, que siempre fue rey, señor feudal, zar, dios, primer ministro o presidente con una mujer detrás… muy atrás, no se ocupa de cuestionarse ante la facilidad de imponerse por la fuerza. No es pasivo sino activo, para negar así lo femenino.

El masculino tradicional provoca, desea y obtiene. Se afirma bajo la palabra control de una pareja, de la familia a la que provee para asegurar su continuidad como especie y refrendar su poder en el reinado. Pasivo-activo, masculino-femenino, público-privado, dicotomías aprendidas en esa socialización que establece y extiende categorías para el control de uno sobre la otra.
Nuestro masculino tradicional es violento porque es hombre: agrede, impone, limita, pelea, está urgido de probar que es lo que es ¿a quién? a sí mismo, pues no se permite el menor asomo de duda y, peor aún, que en los otros asome un cuestionamiento a su hombría.
Busca el éxito, cuya medida en lo sexual está dada por el número de parejas y la cantidad de relaciones sexuales, en lo profesional por el puesto en la organización para la cual labora y en lo social por el número de cervezas que es capaz de ingerir, entre otros.
No llora… que porque los hombres no lloran, esa es la respuesta más clara que invalida cualquier reflexión negando su autonomía emocional, vive con los sentimientos encapsulados provocando para sí y para quienes le rodean otros problemas emocionales. Su triunfo es la demostración (¿a quién?) de que es fuerte, rudo, inexpresivo, protector, dispuesto a elevar sus niveles de agresividad para conservar el poder, a no dejarse. Compite desafiando el riesgo, pelea, asedia, hostiga, viola, comete feminicidios.
Este hombre, de los de antes, aprende el aniquilamiento de la diferencia, actúa sus valores sin cuestionarlos: los de la masculinidad tradicional. Cumple con el rol asignado, perpetúa sus símbolos a través de sus elecciones profesionales, de pareja, de lenguaje, en el ejercicio de su sexualidad. Se ajusta al rol que la moral social tejió en el tiempo.
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