Marcha del Orgullo LGBTTTIQ+
- Gabriel Zaldívar

- 16 may
- 7 Min. de lectura
“Día con día sigue estando vigente la necesidad de la lucha política de los grupos y de los individuos gays en México; y a nivel internacional, no por un trato preferencial sino igualitario” (List, 2005, pp. 221-222).
Desde 1978, diez años después del momento histórico que se reconoce como inicio del movimiento, la Marcha del Orgullo en México reúne viejas y nuevas generaciones. Los y las asistentes al Gay Pride azteca caminan de la columna del Ángel de la Independencia para llegar, desde 1999, hasta el Zócalo Capitalino.
Las Marchas del Orgullo más conocidas, por la cobertura mediática de lo que los responsables de informar traducen como espectáculo, por su número de asistentes y origen, son la de San Francisco, Nueva York, Río de Janeiro y Ciudad de México en América, pero también suceden en Europa, Asia, Oceanía y en países cuya tradición religiosa convierte en observable su realización: Jerusalén.
El Ángel de la Independencia, obra de Antonio Rivas Mercado, ha sido la confluencia de movimientos políticos y sociales, útil a izquierdas y derechas, a quienes están a favor y en contra, cuando se gana o se pierde, para cantar y llorar con la victoria alada como testigo.
Para los medios masivos de información el número de manifestantes se circunscribe al encuadre fotográfico decidido por el camarógrafo, para las autoridades encargadas este total se establece en función de los metros cuadrados ocupados y la cantidad de personas que se estima caben en cada metro, en tanto que para los organizadores el calor de las consignas los hace lanzar estimaciones sin validación de otras fuentes.
Esas decenas, centenares o miles, discuten explicaciones que pasan por alto las especificidades y sus orígenes, la profundización y justicia o injusticia de las demandas o la reflexión del hecho.
En México este acto público -derecho consignado en la ley luego de las manifestaciones estudiantiles de 1968, una de cuyas demandas previas al 2 de octubre fue la derogación del delito de Disolución Social- es en el presente un trámite por notificar a las autoridades correspondientes sobre horarios, lugares, demandas y cálculo de asistentes. Más allá de su legalidad, debe pensarse su legitimidad y función identitaria.

El mitin, el río humano que nos ocupa, ese que lleva al Zócalo de la Capital de la República Mexicana tiene otro carácter, una forma distinta. Es de apariencia festiva, atípico en día y horario de realización, alternativo a cualquier otra movilización, pero compuesto de “aquel sujeto moral y político que habita las sociedades complejas” (Thiebaut, 1998), ansioso de “lograr la visibilidad y con ello lograr un lugar dentro del contexto social, pasar de la clandestinidad a la presencia y con ello construir una ciudadanía con plenos derechos” (List, 2005).
En la mira del Ángel están hombres y mujeres que retocan peinados y maquillajes, en tanto otros lucen ajustados pantalones con cortas playeras que permiten la apreciación de moldeados cuerpos cumplidores de los cánones de belleza del siglo XXI.
Sonríen, saludan, ajustan los lentes de sol, ubican -repasando la mirada por el espacio- cuál es el mejor lugar en la columna de la Independencia para tener una panorámica del concreto convertido en escenario, identifican a amigos o conocidos, confirman que aquel o aquella si eran como todos los que están aquí, se hace certeza la hipótesis.
La Marcha resume el trabajo realizado en otras trincheras cuyo objetivo es dejar de ser objeto del discurso del poder y ser sujeto de las trasformaciones demandadas, para recordar y asegurarse de que “nadie sea propietario absoluto del poder, de que éste sea transitorio y sumamente movible, de que el poder sea una relación estratégica compleja e intercambiable” (Ceballos, 1997).
La Marcha es un ejercicio de resistencia de sujetos vistos como objetos que son “la posibilidad de la rebeldía, de la contestación, del autosacrificio, del suicidio, como formas de resistencia y contrapoder por parte de los individuos sometidos a él” (Ceballos, 1997).

Pequeños grupos, cuatro o cinco personas, recorren la calle que separa a la columna del Ángel de la glorieta del Ahuehuete. Auscultan cada detalle de los otros que son como todos los que están debajo de las banquetas, porque la banqueta hace de frontera, de clóset; estar unos centímetros arriba del resto es estar en una posición distinta; acompañan a La Marcha quienes caminan sobre la acera, hacen La Marcha los que van sobre el asfalto. Todos captan los detalles de quienes lucen una vestimenta alternativa, la comentan.
En la multiplicación de las minorías, los integrantes de las comunidades de la diversidad sexual ven en La Marcha una posibilidad de reconocimiento de su derecho de Individuación (Valcárcel, 1998) con quienes comparten un universo simbólico, piedras amontonadas con una historia particular para contar. Hay para quienes, por su condición económica, geográfica o cultural, llegar a La Marcha es un triunfo individual sobre sí mismos, sobre la familia y el entorno social.
Se identifican los iguales en el ejercicio de la sexualidad alternativa, conviven en la diferencia, afrontan y viven, unidos en el tiempo y el lugar, en ese espacio desde el cual cada uno busca ser parte de lo estridente o albergar la esperanza de que las cosas puedan darse de forma distinta, menos agreste, con mayor concordia.
Las y los participantes se individualizan haciéndose manifiestamente significativos a partir de ideas de sí concretadas en el vestuario, disfraz, gesto, movimiento de caderas, ya no sólo ejerciendo sino validando para sí y para los otros el derecho a elegir.
Cada individuo en La Marcha se hace responsable de sí mismo y relevante a las estructuras de control social, busca una existencia que demanda acciones institucionales para la seguridad de su persona, su derecho a la vida ante los índices de crímenes de odio, el reconocimiento legal de la vida en pareja, el derecho a heredar o proteger a la persona con la que se cohabita, la deconstrucción de imaginarios sociales en los discursos políticos, mediáticos y religiosos, el reconocimiento legal para quienes han transformado quirúrgicamente su cuerpo y cosméticamente la apariencia, aseguramiento del derecho a un trabajo que no esté condicionado por la preferencia sexual, continuar con la existencia del propio mundo sin oposición a otras maneras de vivirlo. Hacen acompañar su sentimiento del consumo de cerveza.
En este espacio de La Marcha hay globos multicolores como sus integrantes, repartición de preservativos acompañados de una sonrisa sin sexo ni género enfrentada a rostros que agradecen, bromean, preguntan para qué es mientras obligan al reconocimiento público de lo que se ejerce, es la interpelación de la sanidad en la celebración, por lo que se abren de inmediato y se suman a los inflables que decoran los contingentes. Cuchicheos y risas, padres y madres de familia, interrogaciones e hilaridad, hermanos y cuñadas.

Vestuarios que homenajean a figuras públicas de diversos colores: estrellas de cine y televisión nacional e internacional, superhéroes de la lucha libre, personajes de la historia y la leyenda.
El emblema que une en la diferencia, la bandera del arcoiris, está en paraguas, playeras, pantalones cortos, bóxers y tangas, faldas, pulseras, lentes, arillos y ligas que sostienen largas cabelleras de hombres o mujeres que en el colorido dan pista del “grado de integración simbólica” (Reichman, 1994).
Registrada por vez primera en 1978 “del Monumento a los Niños Héroes al Monumento a la Madre, en Sullivan. Esta marcha, a la que concurrieron aproximadamente mil personas, dio paso a una serie de movilizaciones políticas” (List, 2005) inmortalizadas en consignas que se enriquecen año tras año y que comienzan a escucharse débilmente: No que no, sí que sí, ya volvimos a salir; El que no brinque es buga; Banquetera únete; Se ve, se nota, aquella también es jota, Esos mirones, también son maricones, entre más.
Acompañan el inicio de la caminata cientos de celulares, cámaras fotográficas y de video, profesionales y amateurs, entre las que resulta imposible distinguir su adscripción. Micrófonos, grabadoras y preguntas brincan de lado a lado en tanto los más orgullosos posan para las lentes concentradas en un espacio de construcción.
A la indicación de formal de arranque, aunque cientos de personas han iniciado para llegar primero al Zócalo y tener lugar preferente en el espectáculo. Amigos, tíos, primas, compañeras de trabajo y escuela levantan carteles de apoyo al contingente encabezado por un grupo de élite seleccionado cada año por los organizadores.
Las células portan la manta que los distingue como colectivo en el gran grupo, gritan sus consignas entre bailarines –profesionales y no tanto- que se contonean sobre plataformas arrastradas por autos y camiones patrocinados por la industria de consumo.
El arranque se desdibuja a mitad del camino por el incalculable número de personas que se ha unido. El grupo que se manifiesta atrae hasta saturar las ventanas de los edificios que han quedado al paso y los que faltan por recorrer.
Los observadores, los supuestamente ajenos participantes e involucrados y los colocados al resguardo que da la acera, no dan señas de ninguna preferencia sexual similar a la de quienes caminan… pero ninguno manifiesta su exclusión. Chiflidos, besos, aplausos y piropos lanza La Marcha a los que juegan el rol de audiencia, se les agradece amorosamente la cortesía y se les invita a salir del clóset, sin constancia de que estén allí.
Esa avenida Reforma, la de siempre, es la galería de mantas o trozos de cartulina con leyendas contra la iglesia católica y sus jerarcas, gobiernos federales o locales, empresas nacionales, multinacionales o globales que públicamente discriminaron, contra personas y personajes públicos de la política o la religión identificados de facto o por mera suposición con líneas de pensamiento que reprueban el ejercicio de una sexualidad alternativa.
El baile de los de arriba, plataformas o ventanas de edificios, y los de abajo, convierten en una sola pista el trayecto final sobre Reforma. Este pretexto para salir, caminar, bailar o conversar sobre las condiciones dadas y el compartido deseo por no dejarse más.
Contingentes, agregados, solidarios, mirones y los que solamente iban pasando, comienzan a compactarse para ajustarse a las dimensiones de la avenida Juárez, a la que ingresan los primeros maquillajes corridos por el calor de junio o las lluvias del mismo mes y los tacones que ahora van en las manos.
Sin languidecer, la energía ha tomado posturas más cómodas, los y las que iniciaron solos el trayecto probablemente ya no lo estén. Las bolsas de mano van llenas de propaganda.
Son los privados de su propia libertad sexual los que forman parte, independientemente de su condición económica, de los que albergan la esperanza de conseguir beneficios egoístas que se articulan en un solo movimiento de interés público. Sujetos a los que los hace comunes el ejercicio de su sexualidad, lo más complejo, totalizante e identitario de una realidad que trasciende el momento, corre hacia el pasado para reivindicarse en un presente digno de un futuro mejor.
Esta pluralidad movilizadora se construye a sí y reconstruye al otro para juntos incidir y transformar, sin jerarquías ni verticalidad, y esa sea quizá su débil ventaja ante una política institucional sorda, ciega y convenientemente muda a la necesidad de trascendencia del orgullo.
Insertar a La Marcha en un proyecto político estructurado que la aleje de su visión de carnaval y la explique como componente de una estrategia para ser parte de la definición de políticas públicas es una tarea extraviada.












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